A nuestro juicio, una enorme y peligrosa situación, en la cual ni el anterior gobierno del Partido Popular ni el actual del PSOE, en una total inoperancia política están sabiendo zanjar y ofrecer a su vez ejemplaridad. Y todo ha causa de los antidemocraticos, tergiversadores, osados y desacatadores políticos de la argucia política disfrazada de independentismo y de cuantos argumentos sean precisos para no perder el poder ni el Statu Quo de sus apoyos mediáticos, los medios de comunicación públicos y las determinadas entidades civiles.
La política y la ley o la conspiración de los supremacistas
Por, J.L. González Quirós
Disentía
a 03/11/2018
De las muchas cosas buenas que se
podrían decir de la ley, tal vez la más importante sea la idea que se remonta a
Aristóteles, que es mejor ser gobernado por reglas que por la voluntad de
nadie, por sabio que éste pueda ser, es decir, que lo que llamamos soberanía ha
de descansar en la ley.
Esta idea no es incompatible, más
bien al contrario, con lo que se da por sentado en las democracias, que es el
pueblo quien, ejerciendo su poder y velando por su conveniencia establece el
orden y la legalidad vigente. Se trata de ideas que casi nadie contradice en la
teoría, pero que en ocasiones se pretenden esconder y tergiversar en vista de
algún bien que se considera superior. Sin embargo, la mayoría de las veces, ese
supuesto bien que requeriría doblarle el espinazo al orden legal es una mera
disculpa de quienes querrían disponer de un poder sin límites, para imponer su
voluntad a todas horas.
Las leyes sólo pueden modificarse mediante reglas bien conocidas, que
anidan en un ámbito al que se suele llamar Constitución
Ese es el razonamiento,
absolutamente falaz, que está por debajo de quienes defienden que los
conflictos políticos están por encima de la ley, que pueden y deben resolverse
sin el recurso a ellas. Es verdad que la política existe, entre otras cosas,
para cambiar civilizadamente de leyes y que las leyes no pueden considerarse
eternas e inalterables, pero esa evidencia no puede emplearse contra lo
fundamental, que las leyes sólo pueden modificarse mediante reglas bien
conocidas, que anidan en un ámbito al que se suele llamar Constitución, a las
que se debe un respeto absoluto, procedimental y moral.
El significado mismo de la
palabra “rebelión” remite, precisamente a esa verdad esencial: quien incurre en
rebelión es el que declara que no obedecerá las leyes contrarias a su designio,
que se levanta contra ellas porque solo vale el imperio de su voluntad
volviendo así a una violencia primitiva (lo que en latín se llama bellum,
guerra) al saltarse alegremente las convenciones esenciales que permiten la
convivencia, la paz, cosa que se hace, aunque no haya inicialmente ningún
derramamiento de sangre, al declarar que ninguna Constitución les afecta porque
su decisión está por encima de ella.
Esta disposición a vulnerar
sistemáticamente las leyes y a desconsiderar absolutamente lo que establece la
Constitución es la raíz misma de la guerra. La guerra no debiera confundirse
con los estragos que provoca, es algo previo, aquello que, por ejemplo, incita
a los cobardes a la rendición.
En el caso español, los
secesionistas pretenden hacer precisamente un tipo de guerra que, al menos
inicialmente, no requiera violencia excesiva, un conjunto de desplantes que
busquen la rendición del contrario, que la Nación española acepte las amputaciones
que los infatuados y supremacistas rebeldes tengan a bien imponerle. Lo
paradójico es que cuando se les acuse de rebelión traten de excusarse con
argucias extraídas del orden constitucional que pretenden destruir, pero lo que
raya en el delirio es que obtengan el amparo de quienes juraron defender la
Constitución y la ley y evitar por todos los medios a su alcance que los
enemigos de la libertad y de la ley obtengan cualquier clase de ventaja con sus
acciones.
¿Cómo vamos a dejar sin castigo a quien ha querido derribar la
Constitución y se ha ciscado en centenares de leyes?
La diferencia entre la guerra y
la paz consiste, precisamente, en que los conflictos y los delitos no se
resuelven con bombas y crímenes, sino que quedan en manos de jueces imparciales
que deciden las penas que correspondan a quienes han burlado las leyes comunes
o se han rebelado contra el orden constitucional. Es mucho mejor resolver así
las cosas, cuando se puede, que mediante la destrucción violenta del que ha
desafiado a la ley. Pero de ninguna manera se puede dar un premio de supuesta
misericordia a quien haya intentado imponerse por las bravas, incluso cuando su
cobardía y debilidad no haya logrado la parte esencial de lo que pretendía,
cuando su rebelión no ha sido coronada por el éxito.
¿Cómo vamos a dejar sin castigo a
quien ha querido derribar la Constitución y se ha ciscado en centenares de
leyes, y lo ha hecho, además, tras recibir múltiples avisos de que lo que
estaba intentando era ilegal y no podría llegar de ninguna manera a buen fin?
Cualquiera que usase de esa especie cobarde de supuesto apaciguamiento estaría
incitando a repetir el delito cometido, sería como si mostrásemos al
delincuente la manera de evitar eficazmente el castigo para que a la siguiente
oportunidad tuviese mejores opciones de llevar a cabo su propósito criminal.
La única manera de evitar que en
el futuro se puedan cometer, con mejor o peor fortuna, intentonas similares a
las que hemos padecido, es aplicar la ley con frialdad y rigor, y hacerlo con
los medios que las sociedades civilizadas han establecido al respecto, leyes
claras, jueces imparciales y procesos con garantías.
Las condenas serán las que fueren
y se podrán recurrir mediante las diversas instancias que ha previsto el
ordenamiento legal español y por las cortes supranacionales que pudieren
resultar competentes, en su caso. Lo que no cabe hacer es chapucear con lo
esencial, con las condiciones mismas de la convivencia pacífica que se expresan
en la separación y limitación de los poderes y en el respeto absoluto a lo que,
en tiempo de paz, dicten los tribunales de Justicia, porque, en efecto, negar
ese acatamiento es lo esencial en una declaración de guerra, ya que guerra es
oponer la fuerza a las razones de la ley.
Y el argumento no se invalida por
mucha que sea la fuerza ni porque pretenda disfrazarse de pacífica
manifestación de una voluntad que no puede considerarse popular porque es,
descaradamente, un intento de imposición de una parte contra el sistema en el
que se enmarca pacíficamente el conjunto de la sociedad española, la única
Nación que el mundo entero reconoce, como se acaba de mostrar sobradamente, y
que es la realidad histórica y moral que ha adoptado y establecido la
Constitución a la que todos hemos de someternos.
Muchos de los que defienden pasar página y mirar para otro lado están
comprometidos con una posibilidad nada remota de derribar todo el régimen
constitucional para que del caos subsiguiente pueda derivarse su poder omnímodo
Apenas puede haber alguna duda de
que si se preguntase a los españoles, en especial a los de izquierdas, si son
partidarios de alguna clase de privilegios, contestarán con una rotunda
negativa, y es incluso probable que se sintiesen agredidos por la mera
pregunta. Y, sin embargo, algunos de los que dicen oponerse a cualquier
privilegio, pretenden ahora que se haga una excepción con los cabecillas de una
rebelión que podría acabar costándonos insoportablemente cara, tanto a ellos
como a nosotros, a todos.
Se trata de un caso espectacular
de disonancia cognitiva, de defender una cosa en la teoría y preconizar la
contraria en la práctica, aunque esta interpretación podría ser excesivamente
benevolente, al menos en algunos casos. No hay que olvidar que muchos de los
que defienden pasar página y mirar para otro lado están comprometidos con una
posibilidad nada remota, con la esperanza, que hay que esforzarse en que
resulte vana, de derribar todo el régimen constitucional para que del caos
subsiguiente pueda derivarse su poder omnímodo, el privilegio infinito de los
vencedores, el poder absoluto para los liquidadores del orden constitucional.
Ese es el objetivo común de los
supremacistas catalanes y de quienes les bailan el agua. Y su éxito pasa
necesariamente por abolir el imperio de la Ley y la Justicia y la independencia
de los jueces. Luego vendría el derrocamiento del Rey y, seguramente, las
milicias populares, los escuadrones del nuevo orden. No soy pesimista, no creo
que lo vayan a conseguir, pero es preocupante que ahora mismo tengamos un
Gobierno que parece creer esa monserga de que la política puede librarnos de
aplicar la ley cuando convenga.